El Verdugo De Dios by Toti Martinez De Lezea

El Verdugo De Dios by Toti Martinez De Lezea

autor:Toti Martinez De Lezea
La lengua: es
Format: mobi
publicado: 2011-12-17T14:35:50.876763+00:00


Ordoki

Eder recorrió las veinte millas existentes entre Pamplona y Arizkun tres años después de haberlo hecho a la inversa, pero esta vez a pie. El maestro había vendido los animales nada más llegar a Pamplona y él no tenía dinero para comprar una caballería y tampoco quiso pedirle prestado. No le importó. El maestro decía que muchos peregrinos realizaban el largo y penoso camino hasta Galicia para pensar en soledad y encontrar respuesta a sus preguntas. Él también necesitaba estar solo para meditar, y el mejor medio era caminar sin prisas, atravesar pequeños pueblos, aldeas, valles y bosques de árboles frondosos cuyas sombras mitigaban el calor del verano. Deseaba volver a ver a su padre, a su hermano y a sus tíos, pero no había sido ésa la razón del viaje. Quería escapar, alejarse de Alix. A pesar de haber prometido estar de vuelta para el otoño, no sabía si cumpliría la promesa. En esos momentos sólo tenía un propósito: poner tierra por medio entre él y la mujer que le quitaba el sueño.

No se habían visto desde su encuentro furtivo; ella no volvió a visitar al maestro y él se consumía de ansiedad cada día que pasaba sin verla; merodeaba por Las Belenas, atisbaba las ventanas de su casa a la espera de un encuentro, una señal, y en una ocasión estuvo a punto de llamar a la puerta con una excusa falsa, pero no lo hizo. No podía olvidar los momentos en los cuales había sido suya; se recreaba en su recuerdo, intentando retenerlos en la memoria y en los sentidos, pero el tiempo pasaba, el recuerdo se desvanecía y su desesperación era cada vez mayor. Había adelgazado, no tenía apetito ni tampoco ilusión por el trabajo que meses antes le entusiasmaba, y no había vuelto a coger un buril. Decidió partir el día en que su maestro, radiante de felicidad, le informó sobre la próxima maternidad de Alix. No había ya razón alguna para permanecer cerca de ella, y cuanto antes se marchara, mejor. Recobraría la calma y la sensatez junto a los suyos, en un entorno que nunca debió haber abandonado. Ellos —el padre se lo dijo al partir— nunca le fallarían, eran su familia, los únicos en los que de verdad podía confiar.Tuvo que detenerse al llegar la noche. No había comido nada en todo el día y, perdido el hábito de la marcha, la subida del puerto había dejado sus pies malheridos. Pidió asilo en un caserío de Irurita y los dueños le indicaron que podía dormir en el establo, con las vacas, pero le ofrecieron comer con ellos pues, sabido era, no se le podía negar la comida a un viajero, ya fuera mendigo, peregrino o hidalgo, pues su espíritu aparecería para atormentarlos si llegaba a morir por no habérsele prestado ayuda. Sus pies agradecieron el descanso y su estómago aún más el espeso potaje de garbanzos con morcilla que la señora de la casa vertió generosamente en su cuenco.

—¿De dónde vienes? —le preguntó el dueño.



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